Diamante a las orillas del Moldava,
al
que está, por sus puentes, engastado,
tiene
algo su ambiente de sagrado,
relicario
de la cultura eslava.
En sus calles, tan solo una mastaba
falta
entre tanto edificio mitrado
con
una altanera torre; dechado
de
arquitectura magna y alma brava.
Un castillo
inmenso la vigila,
imperando
soberbio en sus alturas,
con
una catedral entre sus muros.
Debajo, allende el río, desfila
su
acervo inmobiliario de puras
formas
y, a veces, de perfiles duros.
Su memoria, dulce y acerba, radiante
y
ominosa, paseando se ofrenda al visitante.
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