Un diluvio de luz se precipita,
se
abate desde alturas siderales,
formando
sedimentos aluviales
de
brillos en su mar de lazulita.
Traspasa las vidrieras y levita,
mutada
en colores celestiales
entre
arcos ojivales y sitiales,
en su Seu, esbelta y urbanita.
Entra por las troneras del castillo,
que
fue de Jovellanos la mazmorra,
víctima
del fanatismo oscurantista.
Brota en el romero y el tomillo,
se
sacude en su calles la modorra
y
deslumbra en sus playas al turista.
Allí huelga el mar Mediterráneo,
libre,
feliz, desnudo y espontáneo.
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