Su airosa catedral renacentista,
de barroca y espléndida
portada,
una elegante y sinuosa
arcada,
despierta el asombro del
turista.
Se detiene en la tienda
ceramista
cuando accede a la plaza
porticada:
magnífica, armoniosa, sosegada,
modelo de urbanismo
clasicista.
Lamenta la alcazaba su desgracia,
la ruina que desmocha sus
almenas
a pesar de su alcurnia y su
nobleza.
Se queja de la lenta burocracia
que no pone coto a sus
gangrenas
y deja que la inunde la
maleza.
Y al margen de la dicha suspicacia,
ha la villa rincones por
docenas,
de rara y melancólica
belleza.
Pone fin el viajero a su visita
complaciendo su entraña
troglodita.
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